Divulgando la cultura en dos idiómas.

Un Día Triste para los Inmigrantes

Ramos

Algo no está bien cuando unos celebran el dolor de millones. Ese es un día muy triste. Vi a muchos políticos aplaudir la decisión de la Corte Suprema y a familias enteras llorar de enojo, de rabia, de frustración, de miedo. Aplaudieron que miles de padres y madres podrían ser deportados y separados de sus hijos.
El 23 de junio, los ocho magistrados de la Corte se estancaron con respecto a la legalidad de la acción ejecutiva del presidente Obama en 2014 que habría permitido a más de 4 millones de padres indocumentados de hijos nacidos en Estados Unidos obtener permisos y ser protegidos de la deportación. Con una votación de 4 a 4, los magistrados efectivamente se lavaron las manos del tema. Más adelante ese día, en conferencia de prensa de la Casa Blanca sobre el fallo, Obama, con apariencia sombría, respondió que, legalmente, él no podía hacer nada ya.
Todo queda pendiente. La pregunta es ¿qué vamos a hacer con los 11 millones de indocumentados que hay en Estados Unidos? Obama, cuando podía hacer algo — en el 2009 — no lo hizo, y ahora ya está demasiado tarde. A la Corte Suprema le falta un juez y habrá que esperar hasta que el nuevo presidente o presidenta elija al noveno miembro. Pero ese es un proceso legal largo e incierto.
Esto nos deja con el Congreso en Washington donde todo se atora. Tirarse al piso y sentarse hasta que se apruebe una ley — como hicieron varios congresistas demócratas recientemente — tampoco funciona. Si no funcionó para limitar el uso de armas de fuego, tampoco servirá para legalizar a 11 millones.
¿Entonces? Entonces nos quedan los Dreamers. En ellos sí confío.
Confío en su honestidad y en sus estrategias. Ellos saben presionar a los congresistas y senadores hasta que los oigan. A veces se meten en sus oficinas y no se van hasta ser recibidos. Otras hasta los persiguen a los restaurantes. Unas más los bombardean con llamadas y mensajes en las redes sociales. Sus tácticas no son muy tradicionales, pero funcionan.
¿Por qué lo hacen los Dreamers? Porque no tienen nada más que perder. Sus papás pueden ser deportados en cualquier momento, y si Donald Trump llega a ser Presidente, ya prometió cancelar las órdenes ejecutivas de Obama. Eso los dejaría en un limbo migratorio. Los Dreamers están acostumbrados al riesgo y han aprendido que lo primero es perder el miedo.
Su misión es convencer al líder de la cámara de representantes, el republicano Paul Ryan, de hacer lo que John Boehner, cobardemente, no se atrevió desde el 2013: poner a votación una propuesta de reforma migratoria. Si eso ocurre, el Senado se vería obligado a actuar también. El problema es que los republicanos en el Congreso no piensan como la mayoría de los norteamericanos.
A pesar de la retórica antiinmigrante de Trump, el 75 por ciento de los estadounidenses estaría dispuesto a que los indocumentados se quedaran, si cumplen ciertas condiciones, de acuerdo con una encuesta del Centro Pew del pasado mes de marzo. Sólo el 23 por ciento no los querrían aquí.
Entiendo, sin embargo, que estas cifras no han servido de mucho. A veces parecería que nos estamos enfrentando a un asunto totalmente irracional. Desde que llegué a este país en 1983 nunca he sentido tanto odio como ahora.
El efecto Trump, sin duda, ha sido muy nocivo en la percepción que hay sobre los inmigrantes. Si un candidato presidencial insulta a mexicanos y musulmanes ¿por qué sus seguidores no van a seguir su ejemplo? Mitt Romney, el excandidato presidencial republicano, le llamó a esto “trickle-down racism” (o la promoción del racismo desde arriba hacia abajo). Comentarios que antes sólo se decían en la cocina o en la recámara ahora se han vuelto virales. El odio se ha democratizado.
La decisión de la Corte Suprema ocurrió, por pura casualidad, el mismo día que Gran Bretaña votó por salirse de la Unión Europea. Hay días en que el miedo gana. La xenofobia puede voltear cualquier elección — y a eso está apostando Trump.
Espero que esta ventana de odio se cierre pronto y que Estados Unidos, que tan generosamente me ha tratado, haga lo mismo con los que llegaron después de mí. Pero si no es así, las votaciones del 8 de noviembre podrían corregirlo casi todo. Por cada indocumentado habrá, por lo menos, un votante hispano. Y los latinos suelen recordar a quien los acompaña en sus días más tristes.
(Jorge Ramos, periodista ganador del Emmy, es el principal director de noticias de Univisión Network. Ramos, nacido en México, es autor de nueve libros de grandes ventas, el más reciente de los cuales es “A Country for All: An Immigrant Manifesto”.)
(¿Tiene algún comentario o pregunta para Jorge Ramos? Envié- un correo electrónico a Jorge.Ramos@nytimes.com. Por favor incluya su nombre, ciudad y país.)

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A Sad Day for Immigrants

By Jorge Ramos
On a sad day last week, after the Supreme Court announced that President Obama’s executive orders on immigration would remain blocked, I saw some politicians cheering. For them, it was cause for celebration that so many families in this country will remain mired in fear and frustration, and that parents can be deported and separated from their children.
On June 23, the eight justices on the high court deadlocked on the legality of Obama’s 2014 executive action that would have allowed more than 4 million undocumented parents of U.S.-born children to get work permits and be protected from deportation. With a 4-4 vote, the justices effectively washed their hands of the issue. Later that day, at a White House press conference on the decision, a somber-looking Obama responded that, legally, he could do nothing more.
So here we are, back where we started years ago: What are we going to do with the 11 million undocumented immigrants living in the U.S.? Obama didn’t take on immigration reform back in 2009 when Democrats controlled Congress. And since the Supreme Court is short one member, it looks like another deadlock can’t be avoided until the next president takes office and names a ninth justice. But that’s a long, uncertain legal process.
That leaves us with our current dysfunctional Congress, where even legislators’ protests — like the recent sit-in by House Democrats in support of gun reform — lead to neither policy changes nor real debates.
So what are we left with? The dedication of the Dreamers.
These youngsters, who were brought to the U.S. by their immigrant parents, know how to grab legislators’ attention. Some Dreamers go to lawmakers’ Washington offices and refuse to budge until they’re heard. Others bombard lawmakers with phone calls and messages on social media. Some even confront congressmen and senators at restaurants and other public places. Their tactics may be unconventional, but they’re effective.
Dreamers have no time to waste. Their parents may be deported at any minute, and Donald Trump, the presumed Republican presidential candidate, has vowed to reverse the Obama administration’s immigration directives if he is elected. This would leave the Dreamers stuck in limbo. So these days their primary mission is to convince House Speaker Paul Ryan to do what John Boehner, his predecessor, didn’t dare: call for a vote on immigration reform. Should that happen, the Senate would be forced to act as well.
The problem, of course, is that Republican lawmakers who control both the Senate and House don’t think like most Americans. According to a poll conducted in March by Pew, 75% of Americans support allowing undocumented immigrants to stay in the U.S., provided they meet certain criteria. Yet public opinion hasn’t led to any compromise on immigration.
Meanwhile, political divisiveness seems more entrenched than ever. Since arriving in the U.S. in 1983, I’ve never sensed so much hatred toward immigrants. The Trump effect, no doubt, has played a role. If a presidential candidate insults Mexicans and Muslims, why shouldn’t his supporters follow his lead? These days, insults that once were whispered only at home are now shouted at political gatherings or repeated over and over on social media. Hatred has come out of the darkness — and it’s been democratized.
By sheer coincidence, the Supreme Court’s ruling was announced on the same day that the U.K. voted to leave the European Union — reminding all of us that, yes, there are days when fear wins. Xenophobia can flip any election — and that’s what Trump and his supporters are counting on in the U.S.
I hope that Americans can soon break this spell of hatred. I hope that the generosity afforded to me when I arrived in this country will extend to immigrants who arrived after me. If not, then I will look to people voting with their feet in the November general election. For every undocumented immigrant in the U.S. there is at least one Hispanic voter. And we Latinos tend to remember who has been there for us during our saddest days, and who has not.
(Jorge Ramos, an Emmy Award-winning journalist, is a news anchor on Univision and the host of “America With Jorge Ramos” on Fusion. Originally from Mexico and now based in Florida, Ramos is the author of several best-selling books. His latest is “Take a Stand: Lessons From Rebels.” Email him at jorge.ramos@nytimes.com.)

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