Divulgando la cultura en dos idiómas.

Jorge Ramos : The Last Supper

TULUM, Quintana Roo, Mexico — I’ve never had a meal like this, and may never taste its equal again. It was, simply put, a one-of-a-kind experience that may be impossible to repeat. So let me share it with you the only way I can: through words.
The celebrated chef René Redzepi, from Copenhagen’s Noma — a restaurant that leading food critics consider one of the world’s best — came to Tulum this spring and opened a pop-up restaurant for seven weeks. (Previously Redzepi had opened pop-ups in Sydney and Tokyo.) Last December, he offered 7,000 reservations to Noma Mexico at $600 each. All of them were snatched up within two hours.
The stakes were as high as the price tag.
Redzepi had to transform a parking lot in Tulum’s tourist zone into a laboratory of gastronomic experimentation. Understandably, he didn’t come to Mexico alone — he brought along his family and about 100 employees from Noma in Copenhagen.
Redzepi and his assistants spent months exploring the traditional dishes and ingredients of the Yucatan peninsula. They built an open kitchen and set up an outdoor dining room on the sand, under the palm trees. Then they launched a culinary revolution.
This whole experiment was about reimagining Mexican cuisine — tasting Mexico in a whole new way: What sort of experience could a renowned foreign chef create while using the local ingredients available to Mexicans?
The result was truly an epiphany. Redzepi and his team tasted the same food I grew up with in Mexico, but they saw it with a fresh perspective. They deconstructed it, rethought it and reassembled it precisely.
In the process they introduced us to new sensations. For instance, Redzepi served a lot of flowers, in soup and as an entrée. Before that meal, I had only seen those flowers used as décor. After that first course, I gobbled up a “salbute” (or puffed tortilla) with grasshoppers, and a seaweed dish infused with “michelada” (a beer-based cocktail). I tried a ceviche prepared with broiled, marinated bananas. I had never tasted a softer octopus than Redzepi’s “dzikilpak,” cooked for hours in maize dough inside a clay vase.
When a dish featuring “escamoles,” or ant eggs, arrived, my five dinner companions were a little intimidated. But the dish, whose history stretches back to Mexico’s pre-Columbian times, was a delight — served on a tostada and surrounded by miniature local greens.
I ate young coconut with a pulp as soft as jelly, transformed into a tropical-Nordic hybrid with a garnish of Scandinavian caviar that Redzepi brought to Mexico.
A black mole sauce, traditionally served with chicken, was placed upon a baked “hoja santa,” a large-leafed Mexican herb. More recognizable were small tacos of “bald pig,” a mix of crunchy and soft pork — a tribute to “cochinita pibil,” a slow-roasted pork dish. For dessert, we were served grilled avocado ice cream and chocolate with chile.
I’m no food critic, and after three surgeries on my nose, I have little sense of smell. But each of those delightful dishes had its own unique, complex story that could be experienced by all the senses.
We diners could hear enthusiastic cheers from the kitchen every time a dish was served. Four Yucatecan women were making tortillas by hand. The restaurant’s young servers, aware that they were part of something special, were meticulous in their description of the dishes — a sign that they loved the food.
Asked why he liked working with Redzepi, one server said: “Because he forces us to strive for excellence.”
I happened to be there for the last supper — the night that Noma was closing its doors in Tulum. Once the final dessert was brought out of the kitchen, toasts and laughter followed. “We did it,” said Redzepi.
In the end, Mexico demonstrated that it was the best country in the world for this great experiment. With the same foods available to everyone, these foreigners were able to create something entirely different. When they speak about México, they aren’t thinking of mass graves, election rigging, spying or corruption. No, they think of endless possibilities and resources — a joyful, almost magical place with solidarity and “the prettiest service in the world,” as an American hotelier put it.
I wish every Mexican could see their country with the same optimism, respect and hope with which Redzepi and his associates did. When the meal was over, I hugged the chef and told him: “Thanks for letting me see my country in a different way.”


La Última Cena

TULUM, QUINTANA ROO — Nunca había comido así. Ni comeré. Fue una de esas cenas irrepetibles. Pero les cuento, porque escribir es una forma de compartir.
La historia es esta. El chef René Redzepi de Noma — el restaurante en Dinamarca que ha sido considerado por revistas y críticos como uno de los mejores del mundo — decidió dejar Copenhague para abrir un lugar durante sólo siete semanas en Tulum. (“Pop-up restaurants”, le llaman en inglés a este tipo de proyectos. Antes Redzepi lo han hecho en Sidney y en Tokio.) El pasado diciembre puso a la venta por internet 7.000 lugares en Tulum, a $600 dólares cada uno, y se vendieron todos en dos horas.
El gasto y la apuesta eran grandes; Redzepi no llegó solo. Se trajo a su familia y a un centenar de empleados de su restaurante. Transformaron un estacionamiento en la zona turística de Tulum en un verdadero laboratorio de experimentación gastronómica.
Las mesas sobre la arena estaban ahí. La cocina abierta también. Pero Redzepi y sus asistentes se pasaron meses explorando los platillos e ingredientes típicos de la península de Yucatán. Después vino la revolución.
Se trataba de sentir a México con otra boca. La pregunta va mucho más allá de la cocina: ¿Qué puede hacer un extranjero con las mismas cosas que tenemos aquí los mexicanos?
El resultado fue una verdadera revelación. Redzepi y su equipo probaron la misma comida con la que yo crecí en México, pero la vieron con nuevos ojos. La deconstruyeron, la repensaron, la armaron con precisión de ingeniero, y la presentaron de una manera muy novedosa.
Me sirvieron muchas flores, en sopa y como entrada: flores que, antes de esa cena, sólo hubiera visto como decoración. Me comí de tres mordidas un salbute (o tortilla inflada) con chapulines y chupé un alga marina inyectada con una michelada (o cerveza preparada).
Probé un ceviche de plátano con algas y bananas al pastor. Nunca había saboreado un pulpo más suave que el “dzikilpak” que pasó enterrado horas en una vasija de barro y envuelto en masa.
Los cinco acompañantes en mi mesa llegaron un poco escamados porque iban a comer escamoles (o larva de hormiga). Pero este plato prehispánico fue servido en una tostada y rodeado de pequeñísimas hojas de la región. Fue una inesperada delicia.
Comí cocos tan suaves que su carne parecía gelatina. Lo convirtieron en algo trópico-nórdico con caviar escandinavo.
La salsa del mole negro, en lugar de servirla con pollo, la pusieron sobre una hoja santa horneada. Lo más reconocible fueron unos taquitos de “cerdo pelón”, entre crujientes y suaves, en franco homenaje a la cochinita pibil. De postre nos dieron helado de aguacate a la parrilla y chocolate enchilado.
No soy crítico gastronómico, y casi no tengo sentido del olfato (debido a tres operaciones de nariz). Pero cada uno de esos platos tiene su historia y razón de ser. Me limito a describir lo que vi y degusté.
Desde la cocina se oían gritos de entusiasmo cada vez que se ordenaba o salía un plato, mientras cuatro yucatecas hacían las tortillas a mano. Los meseros — jóvenes y conscientes de ser parte de algo muy especial — eran precisos con las palabras y enamorados de su comida.
¿Por qué trabajas con René? le preguntaron a uno. “Porque nos obliga a buscar la excelencia”, fue su honesta respuesta.
Me tocó estar ahí la noche en que Noma cerraba sus puertas en Tulum. Cuando salió de la cocina el último postre hubo brindis y risas. “We did it”, (“Lo logramos”) dijo Redzepi.
La lección es como un grupo de extranjeros vio a México como el mejor lugar del mundo para un gran experimento. Con lo mismo que tenemos, hicieron algo totalmente distinto. Cuando ellos hablan de México no piensan en las narcofosas, las trampas electorales, el espionaje o la corrupción. No, ellos piensan en un México de infinitas posibilidades y recursos, casi mágico, alegre, solidario y con “el servicio más bonito del mundo”, como dijo un hotelero estadounidense que estaba presente.
Ojalá todos los mexicanos pudiéramos ver a México con el optimismo, respeto y esperanza con que Redzepi y sus amigos nos ven a nosotros. Al despedirme, le di un abrazo al chef y le dije: “Gracias por dejarme ver a mi país de otra manera”.
(¿Tiene algún comentario o pregunta para Jorge Ramos? Envié un correo electrónico a Jorge.Ramos@nytimes.com. Por favor incluya su nombre, ciudad y país.)

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