Acabo de cumplir 66 años y, como canta Ana Belén, yo también crecí con el “Yesterday” (de los Beatles) y “como tú, sintiendo la sangre arder”. Viví toda mi infancia y adolescencia en México, y esos años me marcaron para siempre. Tanto por lo que tuve como por lo que me faltó.
Cuando pienso en mi casa, esa sigue siendo en la que viví con mis papás y hermanos en Bosques de Echegaray, al norte de la ciudad. Y todavía recuerdo, como una cancioncita, el número de teléfono terminando en 5120 y las noches oliendo a humo de los tacos al pastor. Ese fue mi lugar feliz. Casi todos los días jugaba fútbol en la calle con los vecinos y las rodillas ensangrentadas eran prueba de que vivíamos intensamente. Pero una escuela de sacerdotes golpeadores, un gobierno ladrón y corrupto, y una sociedad muy represiva acabaron por definir mi entorno.
Crecí en un país sin democracia y con muy pocas libertades. Se escogía presidente por dedazo, la férrea censura de prensa prohibía la discusión abierta de los temas más importantes del país, el gobierno y el ejército podían matar estudiantes con absoluta impunidad – como en la masacre de Tlatelolco en 1968 – y el PRI, el Partido Revolucionario Institucional que dominaba toda la vida pública, se regía por la famosa frase: “político pobre, pobre político”.
Me fui de México en 1983, poco después que un presidente nacionalizara la banca, por berrinche, y prometiera “defender el peso como un perro”. (La leyenda es que, tras dejar la presidencia y con el peso totalmente devaluado, la gente le ladraba a José López Portillo cuando iba a un restaurante.) Pero nunca dejé de estar en contacto con el país donde nací. Cubrí como periodista el gigantesco fraude electoral de 1988, el asesinato de Luis Donaldo Colosio, los dos dedazos que pusieron a Ernesto Zedillo en la presidencia, la crisis financiera que le siguió, el fin de la hegemonía del PRI con la llegada de la democracia en el 2000, y la casa blanca que recibió – y luego regresó – Enrique Peña Nieto de un contratista de su gobierno.
Y hay muchos ejemplos más. Pero ese es el PRI con el que Xóchitl Gálvez se ha unido para tratar de ganar la presidencia de México en este 2024. Con amigos así…
“¿Como le puede pedir a sus seguidores que voten por algo así?” le pregunté a Xóchitl, poco después de anunciar su candidatura.
“A ver”, me dijo. “Yo lo que dije es que soy daltónica políticamente. Yo no tengo militancia en ningún partido. Eso está claro. He establecido tres reglas,” me dijo. “No rateros, no voy a permitir la corrupción; no talegones, o sea, 100 por ciento trabajadores; y no pendejos, gente capaz. Eso lo he dicho claramente”.
El problema de Xóchitl no es solo el PRI. También el PAN (Partido Acción Nacional).
“¿Fue un mal presidente Felipe Calderón? ¿Lo puede decir?” le pregunté en la misma entrevista.
“Tuvo una mala estrategia de seguridad”, me dijo a medias.
“¿Fue un mal presidente?” insistí.
“En materia económica no lo hizo mal. Yo creo que hay mejores datos en materia económica. Pero en materia de seguridad, el resultado no fue positivo. Y, en ese sentido, si, no dio los resultados que se esperaban”.
“Veo que no quiere distanciarse de Calderón”.
“A ver. Todos los presidentes tienen cosas buenas y malas. Hasta este que tenemos”.
El problema de la candidata presidencial Xóchitl Gálvez es el PRI y el PAN … y su negativa a romper con ellos. Su candidatura nació junto con estos dos partidos que simbolizan el inicio de narcoviolencia en el país, en el caso del PAN, y la corrupción, fraudes, desigualdad y abusos de autoridad que marcaron al México priista desde 1929 al 2000.
¿Cómo aceptar el apoyo de un partido (PAN) que gobernó a México del 2006 al 2012 y cuyo principal policía, Genaro García Luna, fue acusado en Estados Unidos de colaborar con narcotraficantes? ¿Cómo aliarse con un partido como el PRI que fue responsable de innumerables fraudes electorales y cuyos dirigentes se enriquecieron injustificadamente durante décadas?
Todos hemos visto las encuestas que ponen a Xóchitl Gálvez muy por detrás de la candidata presidencial de Morena, Claudia Sheinbaum. Y parte de la explicación es que hay millones de mexicanos que fueron testigos de los abusos priistas y de la narcoviolencia panista y que, aunque prefirieran a Xóchitl frente a Claudia, moralmente no se permitirían votar por una alianza PRI-PAN-PRD. Es un rechazo casi físico. Mucha gente quisiera tener una alternativa a la concentración del poder de Morena, a la militarización del país, a las decenas de miles de asesinatos y a sus métodos para gobernar. Pero nunca van a votar por el PRI. La memoria de los desastres es más fuerte.
Si Xóchitl quiere ganar la presidencia, solo le queda la opción atómica y romper con los dos partidos – el PRI y el PAN – que dieron origen a su candidatura. Sus dirigentes aseguran que se trata de un nuevo PRI y de un nuevo PAN. Pero casi nada refleja ese supuesto renacimiento. Son los mismos colores de siempre. Hay una contradicción intrínseca entre una candidata que promete ser independiente y “daltónica políticamente” y dos partidos que siguen buscando su cuota de poder y evitar ser irrelevantes. Después de todo, fueron los malos gobiernos priistas y panistas los que dieron lugar al surgimiento de Morena.
Todavía hay tiempo. Los debates presidenciales son una gran oportunidad con una audiencia a nivel nacional para hacer anuncios y propuestas radicales. Lo que no está claro es si ella estaría dispuesta a hacer lo único que le permitiría ganar y, eso es, distanciarse de dos partidos que tienen una larga y triste historia en México.
Si bien la estrategia (hasta ahora ganadora) de Claudia Sheinbaum ha sido pegarse lo más posible a las ideas y proyectos del presidente López Obrador – al grado que a veces no hay distinción entre los dos – la de Xóchitl tiene que ser separarse lo antes posible del PRI y del PAN. Ganaría más así que seguir sometiendo su campaña a viejas y desgastadas estructuras políticas que ya no dan más.
¿Lo hará?
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