Varios medios publicaron recientemente una lista de los futbolistas supuestamente “más soberbios” de las ligas europeas. Todos forman parte de la élite mundial. No me extraña que así sea, pues la soberbia es un mal usualmente relacionado con la fama y el poder, aunque no exclusivamente.
Hace algunas semanas, otros medios y redes también se hicieron eco del lanzamiento de un artefacto explosivo, supuestamente de hidrógeno. Tal demostración de fuerza, que viola acuerdos internacionales, es igualmente una manifestación de soberbia.
Vivimos en un mundo que coquetea constantemente con la soberbia, aunque, para ser justos, muchísimos famosos y poderosos no tienen nada que ver con ese mal. La soberbia y la ira son conceptos diferentes, aunque mantienen una tórrida relación. La ira es una emoción momentánea, enérgica y dañina que, por lo general, dura poco tiempo. La soberbia, en cambio, es un sentimiento de autovaloración que puede permanecer la vida entera. Impulsa la creencia de que somos superiores a los demás, que estamos por encima del bien y del mal y de que tenemos derecho a controlarlo todo. Algunos seres soberbios son también, con frecuencia, dominados por la ira.
Sin embargo, no sólo las grandes personalidades son propensas a padecer este sentimiento. Como toda expresión humana, acecha en nuestro entorno, en el trabajo, entre las amistades, e incluso en la familia. Por esa razón, estamos obligados a conocer sus particularidades y estar atentos a cómo actúan quiénes la padecen, para no ser víctimas de sus insanos propósitos.
Un ser humano arrogante o soberbio manifiesta el deseo permanente de ser alabado. No admite reproches, tiende a sobredimensionar sus logros, descarta o minimiza el éxito de los demás, pretende ser el centro de atención y pronunciar siempre la última palabra. No admite críticas, se enoja con frecuencia y jamás se siente en condiciones de pedir perdón. El mejor antídoto contra la soberbia es la inteligencia.
Cuentan que el altanero Alejandro Magno mantuvo una entrevista con Diógenes el Cínico, un famoso filósofo de la época. Alejandro, queriendo demostrar su poder, le preguntó: “Diógenes, ¿de qué modo puedo servirte?”. El Cínico replicó: “Puede apartarse de mi camino, para no quitarme la luz”. Alejandro Magno se quedó perplejo ante la profunda e irreverente respuesta del filósofo. Después expresó: “Si no fuera Alejandro, querría ser Diógenes el Cínico”.
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