Queridos Lectores, Cuando pensaba en el escrito para este artículo, se me antojaba al inicio hablar como un sútil estudiante de teología desde un escritorio, “sobre la resurrección.” No obstante, pensé que quien lo leyera, podría con una mofa y una sonrisa burlona exclamar lo mismo que le dijeron a Pablo en el areópago al escucharlo hablar del mismo tema: “Sobre esto te escucharemos otra vez.” Para evitar el “cansancio y la fatiga” he decidido pensar sobre cómo hablar del Dios de la vida en un pueblo crucificado.
De entrada, hay que afirmar que lo escandaloso del mensaje cristiano de Pascua no es que uno haya sido resucitado antes que todos los demás, sino que aquel que ha resucitado, antes haya sido condenado, colgado y abandonado. Dios resucitó a un crucificado y desde entonces hay esperanza para todos los crucificados.
No obstante, vivimos en un mundo que olvida sus mejores rostros, sus mejores impulsos; vivimos en una sociedad que se ha acostumbrado al sufrimiento, a los asesinatos múltiples, a la pobreza y la corrupción y esta situación conduce al no recuerdo de la víctimas y culpables, y esta omisión, al olvido de este olvido.
La gloria de la resurrección no debe hacernos olvidar la tragedia de la cruz; a través del recuerdo de quienes han padecido la cruz comprendemos que no todo nos está permitido, a través del recuerdo de nuestro pasado nos acordamos que Dios levanta del polvo al desvalido y saca de la basura al pobre. A través de la experiencia de la resurrección podemos comprender que es preciso dar vida a los crucificados por el odio y la corrupción si no los olvidamos.
El rescate de tales recuerdos, no debe realizarse de forma fría, no busca satisfacer un deseo sádico o masoquista, ni tampoco vender ideas vacías. El recuerdo debe ser objetivo, permanente, humano y cristiano. Tenemos que hacer memoria no sólo de las víctimas, sino también de los culpables y en esta última categoría también estamos aquellos que hemos sido presa de la indiferencia. Sin recuerdos no hay fidelidad al mensaje de Jesús, sin esta fidelidad es imposible su conocimiento y seguimiento. Sin recuerdos no hay esperanza y sin esperanza no hay felicidad.
Este modo de hablar debe conducirnos a la indignación de los culpables: no todo les está permitido. A la indignación de las víctimas, no se le puede callar y tapar con un dedo su sufrimiento, su dolor no puede ser definitivo a la indignación de todo, esta historia no puede volver a repetirse jamás.
Nuestra vida cristiana busca indignar al corrupto, al conformista, al tacaño, al que odia, al que se desespera, al acomodado; busca indicarles objetivamente sus pecados, contradicciones y también su humanidad, para que conmocionados por la verdad de sus actos y su historia puedan desarmar su corazón, tirar a un lado su egoísmo, tener esperanza, trabajar por una sociedad más justa, reparar los daños causados. No hay que estimular el perdón como olvido cruel, ni tampoco la violencia como forma de respuesta.
Me parece clave tratar de cambiar el odio, por indignación por lo que las malas obras hacen. Con el odio no hay más remedio que acabar con el otro… la indignación es sobre la actuación. Eso educa. Si a mí me odian, eso no me educa sino que respondo simétricamente al odio con odio. Pero si se indignan por algo que yo hice, trato de explicar, a veces pido perdón; es más pedagógica la indignación que el odio”
Como afirmaba Job, en lo más profundo de su desgracia: “No frenaré mi lengua, hablará mi espíritu angustiado, se quejará mi alma entristecida.” (Jb. 7, 11) Los crucificados de este mundo no pueden callar, tampoco los culpables, mucho menos nosotros los que creemos en el Resucitado. La Resurrección de Jesús debe brindarnos el coraje para denunciar las injusticas, debe despertarnos de la indiferencia ante el dolor de las personas y darnos la esperanza cierta de que la muerte no tiene la última palabra sobre este mundo desangrado y arrastrado. Después de la tragedia es posible vivir con mayor audacia y plenitud. Podremos hablar de Dios y vivir auténticamente como cristianos si lanzamos a la basura la indiferencia y el olvido.
Padre Andrés Moreno
Parroquia San Antonio, Kansas City MO