Sometimes you set out on an adventure simply looking for beauty, but end up finding something much more profound and powerful. That’s exactly what happened to me during a recent trip to Cambodia. I had planned to spend my time exploring the monuments and temples of the ancient city of Angkor, reveling in their breathtaking beauty, but an unexpected visit to the killing fields of the Khmer Rouge changed everything.
It was still dark and I was riding in a tuk-tuk, basically a two-wheeled rickshaw pulled by a motorcycle. My intention was to see the sunrise from the ruins of the ancient Buddhist temple known as Angkor Wat (the city of Angkor served as the capital of the Khmer Empire, which lasted from from 802 to 1431). The history of Angkor Wat is fascinating: It was built with huge stone blocks that were dragged over 30 miles by approximately 6,000 elephants and 300,000 men.
Angkor Wat is, without a doubt, one of the great wonders of the world. The sunlight bounces off the temple walls, blending in with the amazing architecture that surrounds you. The magnificence and scale of the site are comparable only to the temple complexes of the ancient Aztec, Incan, Egyptian, Greek and Roman empires.
Astonishingly, visitors to Angkor Wat can move freely throughout the complex, which has made it tremendously popular. Tourists can walk through the same halls and passageways that kings and monks strolled through centuries ago; only a few areas are closed to the public, where restoration is ongoing. The walls and floors look pretty worn down, however, so I don’t know how much longer this policy will prevail.
Just a short tuk-tuk ride away is the mind-blowing temple of Ta Prohm. The temple’s inhabitants were driven away in the 14th century by a long and crippling drought; in the intervening years, the roots of enormous trees have grown throughout the temple, swallowing up walls and corridors. The trees and temple stones have come together to form a new kind of architectural masterpiece. Although millions of tourists visit Ta Prohm every year, you still leave thinking you’ve discovered something that no one has ever seen before.
My official guide for this adventure was a former journalist calling himself “Y.” Like most Cambodians, he is deeply proud of the majesty of the Angkor ruins, with their unique blend of natural beauty and architectural ambition. Cambodians know very well that there is no place like this anywhere else in the world. But Y wanted to tell me a completely different story about his country.
Not far from Angkor, on the outskirts of the city of Siem Reap, was one of the camps where the revolutionary tyrant Pol Pot massacred thousands of his own people between 1975 and 1979. As has been widely documented, up to 2 million people were killed as part of a brutal revolutionary campaign against capitalism. The Khmer Rouge targeted members of the middle class as well city dwellers and anyone with a formal education.
Y was 15 years old, he said, when Pol Pot violently seized power. He told me he was separated from his family and only managed to survive the ruthless communist regime by pretending he couldn’t read or write. His father didn’t make it, however; Y never saw him again.
“You will understand everything in two minutes,” Y said as we arrived at one of the camps, now a memorial, where his countrymen were massacred. “If you don’t want to see human remains you can stay in the tuk-tuk,” he said. I didn’t stay.
I can’t see faraway objects clearly. But as we approached a tower at the camp — roughly 10 feet tall with see-through walls — it became clear that it contained skulls and bones. The skulls were placed one next to the other, in a certain order; some were broken, others were toothless. At the bottom, long bones, maybe from arms and legs, were piled up. It was impossible to tell to whom they had belonged.
Y was right. Now I understood.
We didn’t say a word on our way back to my hotel. I welcomed the noise of the tuk-tuk as I labored to process what I had just seen. Ultimately, for me, the camp was just an unexpected stop on a tour of a foreign country. But for Y, it was part of a larger reality that has tormented him all his life.
We said our goodbyes knowing that we wouldn’t see each other again, but well-aware that we now shared a secret, that Y had opened my eyes. As I stared at him, his eyes filled with tears.
Hay Cosas Que No Se Olvidan
Hay veces en que vas buscando belleza y lo que te encuentras es aún más intenso y poderoso. Eso me pasó en un reciente viaje a Camboya (o Cambodia en inglés). Iba a ver los maravillosos monumentos y templos de Angkor, pero una parada en los llamados “killing fields” — campos de exterminio de la época del Khmer Rouge — cambió totalmente mi percepción del viaje.
No había amanecido y ya estaba trepado en un tuk-tuk, una especie de carroza de dos ruedas jalada por una motocicleta. La idea era atrapar la salida del sol en las ruinas del templo budista de Angkor Wat (la ciudad de Angkor fue el centro del imperio Khmer, lo cual duró de 802 a 1431). La historia es fascinante. Pero basta decir que, según las inscripciones en el templo, se construyó con enormes bloques de piedra traídos por más de 50 kilómetros por unos 6 mil elefantes y 300 mil trabajadores.
Angkor Wat es, sin duda, una de las maravillas del mundo. Cuando el sol se aparece sobre sus paredes, se convierte en parte de la impresionante arquitectura. Su grandiosidad y dimensión es solo comparable a las obras que nos dejaron los antiguos aztecas, incas, egipcios, griegos y romanos. Pero además tiene el inmenso atractivo de ser totalmente accesible. Los turistas pueden entrar en los mismos lugares donde operaron reyes y religiosos hace siglos, y las pocas zonas prohibidas son generalmente las que están en reconstrucción. El desgaste de paredes y pisos es patente así que no sé cuánto más durará esta política de pasen todos y a ver qué hacemos después.
A otro tuk-tuk de distancia estaba el alucinante templo de Ta Prohm, cuyos habitantes dejaron en el siglo 15 por una agobiante y prolongada sequía. Las raíces de enormes árboles literalmente han engullido, durante siglos, paredes y pasillos. Rocas y árboles son una sola obra maestra. A pesar de los millones de turistas que visitan el lugar cada año, te queda la sensación de haber descubierto algo único.
A esos lugares me llevó “Y”, un periodista convertido en guía y que comparte con el resto de los camboyanos un genuino orgullo por la majestuosidad de las ruinas de Angkor. Esa mezcla de naturaleza, poderío y ambición arquitectónica es irrepetible. Saben que no hay otro sitio igual en el planeta. Pero Y quería contarme otra historia.
No muy lejos de ahí, a las afueras de la ciudad de Siem Reap, estaba uno de los campos donde el brutal tirano Pol Pot había masacrado a miles de personas entre 1975 y 1979. Está ampliamente documentado cómo se exterminó hasta 2 millones de personas en una espantosa campaña revolucionaria destinada a acabar con el capitalismo, la burguesía, con los que vivían en ciudades e incluso con los que tenían un poco de educación formal.
Y tenía 15 años cuando Pol Pot tomó violentamente el poder. Me contó la manera en que fue separado de su familia y cómo sobrevivió al despiadado régimen comunista pretendiendo que no sabía leer ni escribir. Eso lo salvó a él pero no a su padre, a quien nunca más volvió a ver.
“En dos minutos lo vas a entender todo”, me dijo Y mientras entrábamos a uno de los campos donde sus compatriotas habían sido masacrados y que se ha convertido en un sitio para honrar su memoria. “Si no quieres ver restos de cuerpos humanos, no te bajes”, dijo. Me bajé.
De lejos no veo muy bien. Pero conforme me fui acercando a una torre — de unos 3 metros de altura y con cuatro paredes transparentes — me di cuenta lo que había dentro de ellas: cráneos y huesos. Los cráneos estaban colocados con un cierto orden, uno al lado de otro, golpeados, algunos sin dientes. Abajo y al fondo estaban amontonados restos de brazos y piernas; imposible saber a qué cuerpo pertenecieron.
Y tenía razón. Ahí lo entendí todo.
Hicimos el recorrido de regreso a mi hotel en total silencio. De hecho, agradecí el aturdidor sonido del tuk-tuk para tratar de procesar lo que acababa de ver. Lo que para mí era sólo la inesperada parte de un tour, había atormentado a Y toda su vida.
Nos despedimos con la certeza de que no nos volveríamos a ver. Pero también con esa complicidad que surge cuando alguien te abre los ojos. Vi fijamente a Y, y sus párpados estaban cargados de lágrimas.