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Jorge Ramos: El fin de la guerra sin fin

Es una de las cosas más peligrosas que he hecho en mi vida. En diciembre de 2001 viajé a Afganistán. La guerra había empezado unos meses antes. Estados Unidos buscaba desesperadamente a Osama bin Laden, el responsable de los actos terroristas del 11 de septiembre de 2001 (9/11) en los que murieron casi 3000 personas. Como periodista, Afganistán era el único lugar en el mundo donde quería estar.
En octubre de ese año, George W. Bush y Estados Unidos declararon la guerra a Afganistán y a los aliados de Bin Laden. Y dos décadas después, el actual presidente, Joe Biden, anunció su final. “Este es el momento de terminar la guerra sin fin”, dijo Biden el 14 de abril. “La guerra en Afganistán nunca se pensó como una misión de varias generaciones […]. Nos atacaron. Fuimos a la guerra con objetivos muy claros. Y ya se lograron esos objetivos”.
No todos. Hoy, Afganistán no es una democracia y su población, especialmente las mujeres, siguen corriendo un enorme peligro ante las imposiciones sociales y culturales de los talibanes, que podrían reestablecer su control del país. “Tengo mucho miedo sobre mi futuro”, dijo Wahida Sadeqi, una estudiante en Kabul de 17 años. “Si los talibanes retoman el poder yo pierdo mi identidad. Esto tiene que ver con mi existencia, no con el retiro [de las tropas estadounidenses]. Yo nací en 2004. No sé mucho de lo que hicieron los talibanes antes, pero sé que las mujeres tenían prohibido hacer cualquier cosa”.
Hay guerras que no terminan aunque se vayan los soldados. Y, me temo, la guerra en Afganistán es una de ellas. Estados Unidos declarará la victoria el próximo 11 de septiembre y sacarán a todos sus soldados. Y los políticos dirán, como justificación, que ya no hemos tenido otro ataque terrorista como el de esa fatídica mañana de septiembre. Pero Wahida y sus compañeras de clase tendrán que luchar toda su vida para poder estudiar, manejar y escuchar música, o para casarse con quienes ellas quieran. Para ellas sigue siendo una guerra sin fin.
La cadena de televisión para la que trabajo no me quiso enviar cuando todo inició, en 2001. Es demasiado peligroso, me dijeron. Así que pedí unos días libres, pagué un boleto a Paquistán y de ahí crucé por tierra la frontera de Afganistán con Naim, mi traductor y fixer (o el arreglalotodo). Por 100 dólares contratamos a tres guerrilleros que nos llevaron en una camioneta Toyota cerca de las montañas de Tora Bora, donde supuestamente se escondía Bin Laden, el líder de al-Qaeda. Cuatro periodistas habían sido asesinados poco antes en la misma carretera que llega a Jalalabad y luego a Kabul, la capital.
Iba sentado en el asiento de atrás con un guerrillero a cada lado. Kafir, de unos 20 años, jugaba con un rifle, y de vez en cuando, con los brincos de la camioneta, lo apuntaba a mi barbilla. De pronto me dijo en mal inglés: “I am a follower of Osama” [“Soy un seguidor de Osama”]. Me paralicé. No era raro que Bin Laden tuviera tanto apoyo en Afganistán, un país controlado por los talibanes, que impusieron durante sus años en el poder uno de los regímenes más opresivos del mundo. Pero había que salvar la vida. Y le dije, sudando, a Kafir: si tú me cuidas, yo te cuido.
No supe si me entendió. Pero al llegar al hotel en Jalalabad, donde se estaban quedando varios corresponsales extranjeros, Kafir hizo una señal con su rifle para que lo siguiera, alejándonos de la camioneta. Rescaté 15 billetes de un dólar de una bolsa de plástico que llevaba, se los di y con un gesto apuntó a la entrada del hotel. Caminé hacia allá sin voltear. Eso es lo que valía mi vida en Afganistán en ese momento: 15 dólares. (Aunque no pude reportar sobre esa guerra para la televisión, sí incluí la terrible experiencia en uno de mis libros).
En las noches desde el hotel escuchaba aterrado el vuelo de los aviones estadounidenses. De ahí había que transitar otra hora en improvisados caminos rurales hasta llegar a las infinitas cuevas de las Tora Bora. El rumor era que ahí se escondía el Bin Laden. Pero no lo encontraron. No sería hasta mayo de 2011 que el gobierno de Estados Unidos, en una arriesgada operación militar, localizó y mató al líder de al-Qaeda en Paquistán. Pero eso no significó el fin de la guerra.
La operación militar en Afganistán pretendía destruir a la organización responsable de los ataques terroristas en Nueva York, Washington y Pennsylvania, y sacar del poder a los talibanes (que apoyaron a al-Qaeda). Es lo que los expertos llamaban “una guerra necesaria”. Sin embargo, tras la muerte de Bin Laden y la salida de los talibanes del poder, la guerra continuó.
Poco a poco los objetivos fueron multiplicándose. Se trataba, ahora, de convertir a Afganistán en una democracia funcional y de crear un ejército capaz de enfrentar a los talibanes y a cualquier otro grupo rebelde. Pero esa fue, ahora sabemos, una misión imposible. Unas 157.000 personas han muerto en esa guerra, incluyendo a más de 2400 soldados estadounidenses.
Los talibanes nunca desaparecieron y, a principios de 2020, firmaron un acuerdo de paz con Estados Unidos. Y hoy, aunque ya no están en el gobierno, siguen siendo una poderosa fuerza desestabilizadora en Afganistán. Por eso muchos argumentaban que era importante que el ejército de Estados Unidos y soldados de la Organización de Países del Atlántico Norte (OTAN) continuaran con su presencia en el país.
Pero Biden piensa que es tiempo de salir. Quizás no lo sea, pero no debemos olvidar a afganas como Wahida Sadeqi ni los enormes desafíos, humanitarios y democráticos que persisten en Afganistán.
Es uno de los países más golpeados que he conocido. Ahí se concentra desproporcionadamente el dolor. No he visto casas más pobres que las que están a las faldas de las montañas de Tora Bora. Una vez que vas a Afganistán, el país nunca más saldrá de ti. Te marcará y te perseguirá siempre.
Veinte años después aún tengo pesadillas de las largas noches en el hotel de Jalalabad con el ruido de los aviones militares sobrevolando y de ese recorrido interminable cuando Kafir, jugueteando, apuntaba su rifle a mi cara. Ahí aprendí que hay veces en que la vida no vale nada. Bueno, 15 dólares con un poquito de suerte.
Ni los gobiernos occidentales ni los periodistas podemos dejar de ver de cerca ese país empobrecido y en conflicto sin fin, aunque para Estados Unidos la guerra haya terminado formalmente.

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