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Jorge Ramos: La gran mentira

La niña de 11 años vio el nombre del expresidente Donald Trump en la pantalla de mi computadora y se asustó. “¿Qué pasó con Trump?”, me preguntó preocupada, como si de pronto se le hubiera aparecido un monstruo en una pesadilla. “Nada”, le dije, “no te preocupes; él sigue encerrado en su casa de la Florida”. Y se fue, poco convencida de lo que le acababa de decir.Estos días lo he pensado mejor y creo que debí haberle dado otra respuesta. Sí hay que preocuparse por Trump. Aunque recluido en Mar-a-Lago y sin redes sociales, debido a que Twitter y Facebook suspendieron sus cuentas, el expresidente sigue representando un peligro para la democracia de Estados Unidos. Ha impuesto sobre el Partido Republicano y sobre millones de personas que le creen una mentira que ataca uno de los mayores logros del sistema democrático estadounidense, la transición del poder y la confianza en sus elecciones.
La gran mentira es que Trump ganó las elecciones presidenciales de 2020 y que hubo un fraude masivo para poner a Joe Biden en la Casa Blanca. Pero no hay ninguna evidencia —ninguna, incluso reconocido por su propio fiscal general, William Barr— de que eso ocurrió. Los resultados oficiales indican que Biden ganó con 306 votos electorales frente a 232 de Trump. Incluso en el voto popular, Biden —con más de 81 millones de votos— superó ampliamente a Trump, quien consiguió más de 74 millones de votos.
Estos son los datos. No hay otros. Las declaraciones de fraude de Trump no tienen fundamento, pero parecen ser su modo de controlar al Partido Republicano y, quizás, su manera de tratar de regresar a la presidencia.
Quizás si el expresidente pregonara sólo la gran mentira, sería menos desafiante a la institucionalidad estadounidense. Pero no es el caso: miembros del Partido Republicano se han doblegado para proteger los falsos argumentos de Trump y defender públicamente sus mentiras. Hoy, cualquier republicano que se atreva a cuestionar la visión trumpista de las elecciones corre el riesgo de perder su puesto en el partido. Así le ocurrió a la representante republicana Liz Cheney. Ella, hija de Dick Cheney —uno de los vicepresidentes más controversiales que ha tenido Estados Unidos y, en parte, uno de los responsables del inicio de la injustificada guerra en Irak en 2003—, fue una de las pocas republicanas que se negó a aceptar la gran mentira y ha sido firme en hacer un llamado a su partido y a los ciudadanos para que opten por la Constitución y no por una versión alternativa de la realidad.
Tras el asalto al Capitolio el 6 de enero, ella fue una de los diez republicanos de la Cámara de Representantes que votaron para destituir a Trump, quien poco antes había incitado a la multitud a marchar hasta la sede del Congreso. Trump no la iba a perdonar eso. Y se la acaba de cobrar: Cheney, quien era la tercera en la jerarquía del partido en la Cámara, fue destituida de su puesto de liderazgo el 12 de mayo.
Después de ser destituida y reemplazada por una representante partidaria de Trump, Cheney no se quedó callada. “Hoy enfrentamos una amenaza que Estados Unidos no ha tenido antes”, dijo. “Un expresidente, que provocó un violento ataque al Capitolio para tratar de robarse la elección, ha continuado con su intento agresivo de convencer a los estadounidenses de que la contienda le fue robada. Está amenazando con incitar más violencia. Millones de estadounidenses han sido engañados por el expresidente. Han escuchado sólo sus palabras pero no escuchan la verdad, y mientras tanto continúa debilitando nuestro proceso democrático”. Sus colegas harían bien en escucharla.
Una de las cosas que siempre he admirado de Estados Unidos es su certeza democrática. Gana la presidencia quien tiene más votos electorales. Esas son las reglas. Y aún en una elección muy cerrada —como la del año 2000, entre George W. Bush y Al Gore— el perdedor reconoce su derrota y, al hacerlo, reafirma la validez del sistema.
Pero con Trump eso no ocurrió. Ni reconoció su derrota ni felicitó al legítimo ganador. Y todo pudo haber quedado como el desbordado berrinche de un ególatra. El problema es que la gran mentira está devorando a uno de los dos partidos que rigen la vida política en el país.
Me ha tocado entrevistar a varios republicanos después de las elecciones de 2020 y cuando les preguntó sobre Trump y sus falsedades, parecen aterrorizados y evaden el tema. Hacen cualquier cosa con tal de no desatar la furia del expresidente. Este silencio, o ese pánico ante Trump o la complicidad de integrantes de un partido que ha sido fundamental para la institucionalidad estadounidense, no debería seguir.
Ahora mismo millones de personas creen las mentiras de Trump. El 55 por ciento de los republicanos, según una encuesta de Reuters/Ipsos, cree que hubo un fraude en las pasadas elecciones presidenciales. El verdadero robo es a la confianza a la democracia de la nación.
Quizás ayude a entender la importancia de esa confianza si ven otros ejemplos menos afortunados. Crecí en México, un país donde los resultados de las elecciones no importaban. Hasta antes del año 2000, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) controlaba las elecciones e imponía a dedo al próximo presidente. Como muchos mexicanos, aprendí a no confiar en los resultados de las votaciones y aún arrastramos con fantasmas de fraudes. Por eso he admirado tanto la manera en que se realizan las contiendas electorales en Estados Unidos.
Nada de eso ha cambiado. Estados Unidos tiene un sólido sistema para realizar elecciones y para contar los votos. (Aunque yo preferiría descartar el sistema de votos electorales por uno que le dé la presidencia al ganador del voto popular). Pero Trump insiste en crear dudas en el sistema.
No hay nada más triste y vergonzoso que los miembros de un partido sigan siendo amplificadores de esa gran mentira. Al hacerlo, ponen en riesgo lo que hace que su nación sea grande.

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