By Jorge Ramos
Se nos acabaron los Juegos Olímpicos y lo siento como una pérdida personal. He pasado, como millones de personas, dos semanas pegado a una pantalla a las horas más inverosímiles, maravillado de lo que el cuerpo y la determinación de un grupo de atletas pueden hacer.
Estas Olimpiadas en Tokio —y estoy usando el término como sinónimo de los Juegos Olímpicos, como acepta la Real Academia Española, aunque algunos puristas recuerden que son cosas distintas— no fueron lo que tantos esperábamos: el fin de la pandemia planetaria con una colorida celebración. El retraso de un año del evento prometía una recompensa luego del sacrificio; si nos portábamos bien en 2020, 2021 traería salud y alegría. Pero no fue así. La altamente contagiosa variante delta, las personas que no han podido vacunarse y —lo peor— quienes sí pueden hacerlo pero no quieren, obligó a que se realizaran unos juegos sin espectadores.
Los temores de que estos fueran unos Juegos Olímpicos “sin alma” quedaron desechados con el primer pistoletazo de salida. Viéndolos refrendé una idea en la que creo desde hace tiempo: los Juegos representan lo mejor de la humanidad. Paramos todo —conflictos y hasta pandemias— para ver a los mejores atletas del mundo hacer lo que mejor hacen.
Hay muchas lecciones de estas olimpíadas. La primera es que si trabajamos juntos y somos cuidadosos, le podemos ganar al coronavirus. Ningún evento se tuvo que cancelar y se registraron relativamente pocos casos que entre los competidores y sus entrenadores.
Creo, además, que nos vamos de estos Juegos con la clara impresión de que los atletas olímpicos no son superhéroes de cómics, impasibles e impenetrables, alejados de nuestra realidad. Al contrario, los sentimos más cerca que nunca. La valentía con la que la gimnasta estadounidense Simone Biles salió de varias competencias en Tokio y abordó públicamente problemas de salud mental va a salvar muchas vidas. “No solo somos entretenimiento”, dijo Biles en una conferencia de prensa después de regresar a la última competencia olímpica y ganar una medalla de bronce. “Somos humanos”, agregó.
Las derrotas olímpicas de dos de los mejores tenistas del mundo —la japonesa Naomi Osaka y el serbio Novak Djokovic— ambos han reconocido en otros momentos, también, los enormes desafíos a su salud mental que enfrentan en competencias internacionales, han abierto la conversación para los que nunca pisaremos las canchas de Wimbledon o Roland Garros. La ansiedad y el estrés, sobre todo en medio de una pandemia, es parte de nuestras vidas. También lo es de la vida de los atletas de élite.
Perdí la cuenta de los competidores que se echaban a llorar al terminar sus eventos olímpicos. No importaba si ganaban o perdían. Era el fin de años de entrenamiento, lesiones, sacrificios y retos que no solemos enfrentar quienes no formamos parte de ese pequeño grupo de deportistas extraordinarios. Vimos, en las pantallas, esos sollozos incontrolables que hacen temblar el cuerpo y cortan la voz.
Un ejemplo. El italiano, Gianmarco Tamberi —quien compartió la medalla de oro en salto de altura con el catarí Mutaz Barshim— lloró inconsolable sobre la pista de atletismo junto al pedazo de yeso que tuvo que usar en 2016 debido a una lesión que le impidió participar en los Juegos de Río de Janeiro. Entrenó cinco años con disciplina y determinación.
Fuera de las Olimpíadas es difícil encontrar en otro lugar la perfección humana. Y en Tokio lo vimos: dos clavados perfectos —con 10 de calificación— desde la plataforma de 10 metros de la china Quan Hongchan, quien apenas tiene 14 años.
El nacionalismo light de los Juegos Olímpicos es el único que soporto. Se vale irle a tu país en el futbol, basquetbol o waterpolo aunque en el caso de los rusos le pongan otro nombre al equipo. Rusia fue sancionada por un escándalo de dopaje a sus atletas, así que sus competidores —que no estuvieron involucrados en el dopaje— tuvieron que hacerlo a nombre del Comité Olímpico Ruso.
A pesar de los nacionalismos, las celebraciones envueltas en una bandera y la implícita lucha política por tener más preseas, todas las atletas en el gimnasio le aplaudieron a Simone Biles luego de su última participación, y Simone le aplaudió a la gimnasta china que le ganó en la barra de equilibrio, y dos corredores —de Estados Unidos y Botsuana — se ayudaron a levantarse luego de una caída en la final de los 800 metros planos, se abrazaron y cruzaron juntos la meta. Por actos como esos es que amo los Juegos Olímpicos y es la razón por la que me desvelé para ver la competencia de salto de garrocha, ver el disparo de una flecha o a una niña de 13 años hacer piruetas sobre una patineta.
Mi obsesión por las Olimpíadas tiene una larga historia. Yo también tuve un sueño olímpico. Cuando tenía 15 años fui aceptado para entrenar en el Centro Deportivo Olímpico Mexicano. Empecé en salto de altura —logré saltar varios centímetros por arriba de mi estatura, que no es mucho— y luego de que me diagnosticaron un problema en la columna pasé a correr 400 metros con vallas. Mi mayor objetivo por dos años fue prepararme para ir a unos Juegos Olímpicos. Pero la lesión—una fisura en una vertebra— no mejoró, los doctores me prohibieron seguir entrenando y eso terminó con mis aspiraciones olímpicas. Nunca he llorado tanto en mi vida. Y todavía hoy los ojos se me llenan de lágrimas al recordarlo.
No haber podido ir a unas Olimpíadas es uno de los grandes vacíos de mi vida. Aún guardo, casi con veneración, la credencial que me expidió el Comité Olímpico Mexicano. Cubrí como periodista los Juegos de Los Ángeles en 1984, y asistí como espectador a los de Atlanta en 1996 con mi hija Paola, y a los de Londres en 2012, acompañado por mi hijo Nicolás, y con la secreta esperanza de contagiarles el espíritu olímpico.
Mientras tanto, cada cuatro años tengo una cita con las Olimpíadas, como esos amantes que prometen verse en un lugar y a una hora específica. Limpio mi calendario. Me aseguro de que tendré una o varias señales con todas las competencias —no discrimino ningún deporte— y me siento por días frente al televisor, absorto, viajando en mi mente, a veces en un estado de absoluta concentración. Veo, admiro y aplaudo lo que yo nunca pude hacer.