Divulgando la cultura en dos idiómas.

Jorge Ramos: El maldito calorón

Claro, es normal que haga mucho calor en el verano, que acaba de empezar. Pero no tanto calor. Ni tantas tormentas. Ni tanta lluvia. Ni tantas muertes. Ni tan altas temperaturas en los océanos. Ni tantos incendios. Ni amenazas de huracán en junio. Ni un clima tan impredecible, peligroso y extremo.
Los efectos del cambio climático están, literalmente, en todo el planeta. Ya no es una cuestión entre académicos. En México, las recientes olas de calor – tres días o más con temperaturas superiores al promedio – rompieron los registros de promedio de temperatura (34.8 grados celsius). En Ciudad Victoria, Tamaulipas, marcaron 47.4 grados centígrados. Del otro lado de la frontera, en Texas, hubo zonas donde el índice de calor fue superior a los 50 grados celsius. En la India hay toda una controversia por decenas de muertes que un doctor atribuyó a “golpes de calor” en el estado de Uttar Pradesh, donde sufrieron temperaturas por arriba de los 43 grados celsius. El gobierno indio, muy sensible a las críticas, envió a un equipo a investigar las causas de esas muertes. Y la tormenta tropical Bret estuvo a punto de convertirse en huracán en el atlántico. Sólo en 1933 hubo un huracán – Trinidad – en el mes de junio.
“¡Qué calorón!” recuerdo que decía de niño en la ciudad de México en estas épocas. Pero las palabras y el bochorno durante el día solían empaparse con unas previsibles tormentas en la tarde, acompañadas con rayos que retumbaban entre los volcanes. El calor en la capital mexicana era soportable. Tanto que muchas de las casas no tenían (ni tienen) aire acondicionado y hasta te ofrecían refrescos sin hielo. (Eso ya también ha cambiado.)
Cuando me mudé a Estados Unidos, el zumbido del aire acondicionado se convirtió en parte de la banda musical del verano. Pero por muchos años manejé con las ventanas abajo, sin ese frío artificial e insoportable que sale como cuchillos de las rejillas del auto. De hecho, nunca he tenido tanto frío como en el verano. Hay veces que producir frío es señal de estatus. Así me he helado en los lugares más pobres de Centroamérica y el caribe. Y una vez, en un tren en la India donde no se podían bajar las ventanas, salí hecho un hielito, pálido y endurecido.
Pero enfrentar el calor, individual o colectivamente, no resuelve el problema de fondo. Y este es que la actividad humana está aumentando la temperatura del planeta y, si no hacemos algo pronto, el daño será aterrador e irreversible. “Luego de un siglo y medio de industrialización, deforestación y agricultura a gran escala, las cantidades de gases contaminantes en la atmósfera han llegado a niveles sin precedentes, no vistos en tres millones de años”, han advertido las Naciones Unidas. El compromiso de muchos países, reunidos en París en el 2015, fue tratar de evitar que la temperatura del planeta supere el másde 1.5 grados el promedio de la era preindustrial. Ya hay tantos desastres causados por olas de color, incendios forestales, lluvias torrenciales, sequías y ciclones, pero si no logramos evitar esos 1.5 grados, mucha gente y sistemas naturales se enfrentarán a graves riesgos adicionales, según las Naciones Unidas.
El problema es que vamos muy mal. La Organización Meteorológica Mundial advirtió recientemente que uno de los próximos cinco años podría ser el más calienteque se tenga registro y que, quizás, sobrepasemos esos 1.5 grados que nos habíamos impuesto como límite. Y ese podría ser el momento en que ya no haya retorno. Es imposible volver a crear icebergs, ni bajar el nivel del mar, ni regular la temperatura del planeta como si fuera un refrigerador gigante.
Lo peor es que, tal vez, estamos ahora mismo viviendo ese momento y no lo sabemos.
Pero como no lo sabemos, lo que corresponde es actuar como si, de verdad, pudiéramos hacer algo para enfriar un poquito el lugar donde vivimos. Es esperanzadora la revolución que existe con los autos eléctricos en todo el mundo. Aunque no suficiente. Por eso me parece una medida atrevida y necesaria la invitaciónhecha a las principales empresas de gas y petróleo del mundo – las más contaminantes – a la reunión de las Naciones Unidas sobre el clima que se realizará este año en los Emiratos Árabes Unidos. Sin su cooperación, nos podemos quedar sin partes esenciales del planeta. Ni los ejecutivos de esas corporaciones, ni sus familias, se escapan de los efectos del aumento de las temperaturas.
El cambio se siente en el aire.
Odio las turbulencias en los aviones. Me ponen muy nervioso. Me agarró con las manos sudadas al asiento y buscó a través de la ventana algún punto de referencia en tierra, como si eso fuera a salvarme. Pero con las altas temperaturas del verano, unidos al cambio climático y a muchos más viajes luego de la pandemia, cuatro o cinco veces al mes me tengo que trepar a las nubes. Y ahí viven, escondidas, las turbulencias. Muchas más que antes. Es mi manera de medir que el planeta en que vivimos está cambiando.
Y ahí, en las alturas, muchas veces me pregunto si podremos aterrizar con bien o si, por culpa del maldito calorón, ya es demasiado tarde.

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