By Jorge Ramos
Este es el último artículo que escribo con Donald Trump como presidente de Estados Unidos. Y hay, lo reconozco, un cierto orgullo y satisfacción por haber sobrevivido su fatídica, divisiva y racista presidencia. Confesión: como periodista quería resistir, informar y denunciar sus mentiras e insultos hasta que él se fuera. Al final, Trump perdió, se va en desgracia y nosotros nos quedamos.
Antes de que en 2016 llegara a la Casa Blanca, fui uno de los primeros periodistas en denunciar su peligrosidad para la democracia y para la libertad de prensa —luego de que él llamara “violadores” a los inmigrantes mexicanos y me expulsara de una conferencia de prensa durante su campaña presidencial— y ahora que hemos llegado al final de su mandato hay una especie de reivindicación (no satisfactoria) al confirmar que quienes lanzamos señales de advertencia no estábamos exagerando. Al contrario.
Como presidente, Trump se comportó como un bully y un caudillo. Hizo todo lo posible para cambiar el resultado de las elecciones presidenciales de noviembre, que perdió por un amplio margen frente a Joe Biden. En una llamada con funcionarios republicanos de Georgia, les pidió que “encontraran 11.780 votos” que le faltaban para ganar ese estado. Los funcionarios, a pesar de las amenazas presidenciales, no le hicieron caso.
Trump también incitó a sus seguidores a realizar una rebelión antidemocrática. Cinco personas murieron luego que una turba invadió el Capitolio el 6 de enero. Esto ocurrió luego de que ese mismo día Trump diera un discurso en el que le pidió a miles de sus simpatizantes que “marcharan hacia el Capitolio”. Y les dio la razón para hacerlo: “Porque nunca van a recuperar su país si son débiles”.
Presionar a funcionarios públicos e incitar la violencia para mantenerse en el poder y negar los resultados legales de una elección es lo que en América Latina llamamos un “intento de golpe de Estado”, con tres importantes diferencias: ese intento fracasó en Estados Unidos y nunca tuvo la participación de los militares ni el apoyo de las cortes. Que ambos poderes se mantuvieran al margen de su intento es una buena noticia, pero no deja de ser un precedente peligroso para el país. Es por eso que la Cámara de Representantes votó a favor de iniciar un juicio político en su contra por “incitación a la insurrección”. Trump pasará a la historia como el único presidente de Estados Unidos en haber enfrentado dos veces un proceso de destitución.
También quedará registro de que Trump pasó sus últimas semanas jugando golf, promoviendo sus falsas teorías de conspiración y, en un periodo de al menos nueve días, no tuvo ningún evento público. Esto en medio de una pandemia que le ha costado la vida a más de 380.000 estadounidenses.
Trump, irónicamente, quería quedarse cuatro años más en un trabajo que descuidó y que no parecía disfrutar. Sus faltas y ausencias me recuerdan tanto al disminuido y errático personaje de El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez, un dictador que gobierna en “una casa sin autoridad” y que protesta que “este no es el poder que yo quería”.
Uno de los golpes más fuertes a la capacidad de Trump de transmitir sus mensajes, muchos con mentiras o falsedades, fue la decisión de Twitter, Facebook e Instagram de suspender sus cuentas. Twitter, por ejemplo, decidió que dos tuits de Trump violaban su regla en contra de la “glorificación de la violencia” y así el presidente perdió permanentemente a sus más de 88 millones de seguidores. Por supuesto, aún tiene todo el aparato de prensa de la Casa Blanca para comunicarse con la gente. Pero la plataforma que lo ayudó a ganar la presidencia ahora lo ha expulsado.
Aquí hay una aclaración importante. Nuestro papel como periodistas es muy distinto al de las benditas redes sociales. Esas son empresas privadas y, como en una casa, imponen sus propias reglas de admisión. Pero urge que aclaren sus políticas de participación.
Por ejemplo, ¿por qué se expulsa a @realDonaldTrump y no a un dictador como @NicolasMaduro, acusado por una investigación de las Naciones Unidas de crímenes contra la humanidad? ¿Cómo es que un pequeñísimo grupo, que no fue elegido por nadie, puede decidir los términos de contenidos y conversaciones a nivel global? Hasta el mismo presidente de Twitter, Jack Dorsey, reconoció que su decisión de censurar a Trump “sienta un precedente que, siento, es peligroso”. Hay muchas preguntas pendientes sobre las prácticas de las redes sociales.
Los periodistas, en cambio, no podemos ni debemos censurar nunca. Ni a Trump ni a nadie. Pero sí tenemos la obligación de indicar y denunciar inmediatamente cuando un presidente o político es una amenaza a la democracia, como intenté hacer en 2015, o incita a la violencia, como ha hecho en sus últimos días.
Si habla Trump, Andrés Manuel López Obrador, Álvaro Uribe, Nicolás Maduro o Daniel Ortega tenemos que cubrirlo. Pero no estamos aquí sólo para repetir lo que dicen líderes y dictadores. Y menos si mienten o desinforman. Nuestro trabajo es cuestionarlos, no ser una simple grabadora.
Al final de cuentas, periodistas o no, todos seremos juzgados por lo que hicimos o dejamos de hacer cuando Trump fue presidente. ¿Cómo se puede ser neutral ante alguien que ha ofendido a tantas comunidades, personas, países enteros y, en muchos sentidos, a los valores democráticos que definen a Estados Unidos?
Los 147 congresistas y senadores republicanos que le siguieron el juego a Trump y se opusieron a reconocer el resultado de las elecciones tendrán que explicar durante toda su carrera por qué hicieron algo tan antidemocrático. ¿Qué es lo que dice de ti cuando justificas y defiendes a un personaje tramposo que intenta un autogolpe? Y no son sólo los políticos. ¿Cuántos de los 74 millones de personas que votaron por Trump creen sus mentiras y aprueban sus peligrosos desplantes autoritarios? Esto sugiere que habrá trumpismo sin Trump.
Trump deja un legado de racismo, división, violencia y autoritarismo.
¡Sobrevivimos a Trump! Y lo digo con un largo respiro de alivio. Como si hubiéramos salido de una guerra. Ahora nos toca a todos asegurarnos que este trauma nunca más se repita de nuevo.