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Jorge Ramos : Las lecciones del futbolito de los sábados después de la pandemia

By Jorge Ramos

Al principio no sabíamos ni cómo saludarnos. ¿De lejitos, de mano, con el codo? ¿Con la mascarilla puesta o sin ella? Para mis amigos argentinos, que en el mundo previo a la pandemia se saludaban de beso en la mejilla, la decisión era más complicada todavía. Si el coronavirus te había tocado de cerca, a ti o a tu familia, el “hola” era más alejado. Hubo, pues, una colección de saludos basados en los distintos niveles de precaución o experiencia.
Pero ahí estábamos, recuperando un pedacito de normalidad. Después de más de un año de no jugar al futbol los sábados por la mañana, las vacunas y refuerzos —ampliamente disponibles para todas las personas elegibles en Estados Unidos— nos permitieron regresar a la cancha.
Cada uno puede tener un momento distinto que nos permite hacer un balance del periodo global de angustia, crisis, miedo y duelo que vivimos y que se llama pandemia de COVID-19. Pero para mí fue esa: la vuelta al futbol. Fue ese momento del sábado el que me hizo ver con más claridad cómo nos hemos tenido que adaptar luego de más de cinco millones de muertes por el coronavirus en el planeta. Al final, muchos expertos consideran que el virus no desaparecerá por completo, pero quizás como sociedad estemos más preparados para enfrentarlo.
El escritor y filósofo Albert Camus, escribió famosamente: “Pronto aprendí que el balón nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me sirvió mucho en la vida”. Así que hoy quiero hablar de cómo esos partidos de futbol me han ayudado también a mí a aprender que el balón nunca viene por donde se espera.
Somos un viejo grupo de unos 50 amigos que religiosamente nos ponemos los tacos (así le decimos en México a los botines de futbol) y los shorts cada semana para recordar lo que fuimos. Casi todos nacimos en un país latinoamericano y jugamos al futbol desde niños. Este ritual sabatino nos regresa un poco lo que dejamos atrás.
Desde 2003 nos reunimos en lo que llamamos la Golden League en un parque de Miami. Lo de Golden no es por lo brillante sino por aquello de los años dorados, que suelen ser los últimos. Luego de jugar de pequeños en calles y terrenos de piedras y lodo, con las rodillas raspadas, ahora es un lujo pegarle a una pelota en una cancha con pasto artificial, uniformes y un arbitro que penaliza golpes y zancadillas, firmemente prohibidas para salvar el pellejo, los huesos y poder ir a trabajar el lunes.
Aunque los minutos previos a nuestros partidos tienen olor a sala de emergencia —con ungüentos mágicos y pomadas renovadoras— y hace poco a otro lo tuvieron que llevar de emergencia al hospital en un día particularmente caluroso, el futbol ha sido una especie de terapia colectiva. De alguna manera, el deporte nos ha salvado. La salvación está en la intensidad que le ponemos a algo tan absurdo e inútil como perseguir un balón durante 90 minutos. Eso es el homo ludens.
El futbol —lo han dicho otros— es lo más importante entre las cosas menos importantes. Es difícil encontrar otro deporte que tenga el mismo impacto a nivel mundial que este. Cuando el jugador portugués Ronaldo despreció unas botellas de Coca-Cola durante una conferencia de prensa, y prefirió una de agua, le hizo perder a la empresa 4000 millones de dólares en la bolsa de valores. También el futbol podría ayudar a cambiar algunas malas costumbres. La FIFA ha sancionado de distintas maneras a la Selección Mexicana debido al grito homofóbico de sus fanáticos después de los despejes de los porteros rivales. ¿Será que la amenaza de ser descalificados del próximo Mundial nos ayude a erradicar ese grito bochornoso?
Después de lo peor de la pandemia, para mí el futbol ha sido un ejemplo de cómo la vida se renueva. Mis amigos y yo hemos regresado a la cancha para el futbolito de los sábados —juegan los primeros 22 que lleguen—. Y aunque las cosas parecen bastante similares a 2019, el trauma de la pandemia nos ha cambiado. Hay más canas, más temores, un mayor aprecio por la vida y un reconocimiento tácito de lo efímera que es. Siento una alegría en los gritos, en las bromas y en las patadas que me sabe a nueva. Es la vida que podría surgir después de este periodo de incertidumbre.
En un ensayo de este año, el periodista de divulgación científica Carl Zimmer, recuperó una reunión en los años noventa de un grupo de científicos de la NASA que, con la idea de hablar sobre la posibilidad de encontrar vida en otros planetas, querían buscar una definición general pero sucinta del concepto “vida”. Al final de la cena llegaron a una: “La vida es un sistema químico autosostenible capaz de experimentar una evolución darwiniana”. Esa definición, tan alejada de la religión y de los mitos, es una maravilla de síntesis. Al margen del cielo o el infierno, de creencias de distintas culturas, recordamos lo extraordinariamente sencillo de estar aquí y ahora: el fin de la vida es, simplemente, vivirla.
Mientras que en Estados Unidos casi toda la gente que conozco ya se vacunó, hay muchos países donde millones todavía están esperando su turno. Haríamos bien en reconocer lo injusto de esta situación. Ahora que para algunos afortunados como yo, la vida comienza a recuperar alguna forma de normalidad, no debemos olvidarnos de buscar formas de lograr un mundo pospandémico más justo y nivelado para todos.
En el último partido metí un gol. Cosa rara. Y mis amigos me lo celebraron como si fuera un campeonato mundial. Oí su risa, sentí el sol en mi cara y supe que, por esta vez, habíamos ganado. Estamos vivos.

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