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Columna de Jorge Ramos: El país de los 100.000 muertos

El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, quiere ayudar a los más pobres del mundo. La semana pasada pronunció un discurso en el que lanzó una propuesta osada y generosa en la sede de las Naciones Unidas. Pero habría que advertirle al mandatario que antes de cambiar el mundo debe atender el principal problema en su propio país.
México superó las 100.000 muertes violentas en sus casi tres años de gobierno. El gobierno de AMLO está a punto de convertirse en el más violento en la historia moderna de México. Y todavía no llega a la mitad de su sexenio.
“Aplicamos un nuevo paradigma en materia de seguridad en el que la atención a las causas de la violencia es lo central”, expresó AMLO este año. Igual que lo que dijo en la ONU, suena muy bonito, y quizás podría funcionar a largo plazo. Hasta ahora, sin embargo, no ha dado resultados.
Las palabras de López Obrador no son mágicas. Pero a veces da la impresión de que el Presidente cree que sólo por escribirlas o pronunciarlas se van a convertir en realidad. Y ese pensamiento mágico ha ocurrido tanto con la pandemia de la COVID-19 como con la violencia que azota a México.
En ambos casos, AMLO ha sido un Presidente poco efectivo. No ha podido aterrizar algunas de sus ideas más ambiciosas. Se le escapan las soluciones concretas. Piensa en grande al proponer utopías —ahí está el sueño de la Cuarta Transformación, como le llama a su gestión— pero se atora en la ejecución. Será su gran desafío: un buen gobierno no puede depender de las palabras llenas de buenos deseos sin acciones y resultados tangibles que las acompañen.
AMLO llegó a la presidencia en diciembre de 2018 con dos banderas políticas al centro: la lucha contra la corrupción y darle prioridad a los más vulnerables; uno de sus dichos más conocidos es: “por el bien de todos, primero los pobres”. Así que quizás no extrañó a muchos mexicanos cuando López Obrador anunció ante el Consejo de Seguridad de la ONU que México propondrá un plan de ayuda a los más necesitados. Su plan mundial de “fraternidad y bienestar”, dijo, tiene como objetivo darle una “vida digna” a los millones de personas en el planeta que sobreviven con menos de dos dólares al día. López Obrador quiere financiar este fondo con una “contribución voluntaria anual del 4 por ciento de sus fortunas a las mil personas más ricas del planeta, aportación similar por parte de mil corporaciones probadas más importantes por su valor en el mercado mundial y cooperación del 0,2 por ciento del PIB de cada uno de los países integrantes del G20”.
Buena idea. Pero su discurso, una vez más, tiene el potencial de quedarse en el aire. No será sencillo lograr que capitales privados den su dinero a la ONU o que algún país esté dispuesto a donar parte de su presupuesto sólo porque se lo pidió López Obrador.
Son las mismas buenas intenciones que hemos escuchado en México con su estrategia de “abrazos, no balazos” contra la violencia. También es la misma disposición para hablar con la que a veces da declaraciones que pueden llegar a ser desinformadas o peligrosas, como su sugerencia al principio de la pandemia que restó importancia al virus letal: “hay que abrazarse; no pasa nada”, dijo en marzo de 2020.
Sí pasó. Y mucho. A pesar de los malabares lingüísticos del gobierno mexicano y de sus estadísticas poco claras, México —el décimo país en población mundial— es hoy la cuarta nación del planeta con más muertes debido a la COVID-19: han fallecido más de 290.000 personas. Y muchas de esas muertes habrían podido evitarse con una respuesta estatal más eficaz.
También esa falta de efectividad se ve en su estrategia para detener la violencia. En los casi tres años de su gobierno, México ha sobrepasado la sombría marca de las 100.000 muertes violentas. Hasta septiembre, según cifras oficiales, el número de los homicidios dolosos había alcanzado los 97.532 y se han registrado 2812 feminicidios. Pronto saldrán los números actualizados de octubre del Sistema Nacional de Seguridad Pública, pero si la tendencia de muertes por mes sigue igual que en los últimos años, esa cifra trágica va a aumentar.
“Los abrazos no han funcionado”, le reclamó al Presidente un empresario hotelero luego de que murieran hace poco dos personas en una playa de un hotel en Puerto Morelos, un centro turístico cerca de Cancún, después de un enfrentamiento entre bandas de narcotráfico. “Siendo honesto, no se han dedicado los recursos suficientes para controlar la inseguridad”, agregó.
Pero el Presidente no parece dispuesto a escuchar. Hasta ahora está aferrado a una estrategia que ha resultado fallida: en 2020, 97 personas fueron asesinadas al día.
Existe una tendencia histórica en las presidencias en México de aislar al primer mandatario, encerrarlo en una burbuja y no decirle las cosas que no quiere oír. En el caso de López Obrador parece ocurrir lo mismo y se percibe como cada vez más alejado de la realidad y de los mexicanos que tanto quiere proteger. Sus largos discursos y ataques en sus conferencias de prensa —las Mañaneras— a feministas, periodistas, empresarios, opositores y a cualquier que piense distinto, muestran esta desconexión con una gran parte del país.
Es muy loable que AMLO quiera ayudar a los más pobres del planeta. Su discurso en las Naciones Unidas está plagado de buenas intenciones. Pero ahora, cuando está por entrar en la segunda mitad de su gobierno, debe trabajar en pasar de las ideas elocuentes a la elocuente acción de gobernar con resultados. Es muy difícil creer que podrá lograr algo a nivel global cuando advertimos que es el Presidente del país de los 100.000 muertos en tres años.

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