Divulgando la cultura en dos idiómas.

Jorge Ramos: Viajar sin el alma

Una aerolínea me acaba de mandar una tarjeta para informarme que he volado tres millones de millas con ellos. Uno de mis sueños de niño era volar, y ahora ya no sé cómo bajarme de tanto avión. Pero, la verdad, sigue siendo algo mágico para mí.
Es lo más cercano a una máquina del tiempo. A veces todo este proceso ocurre mientras duermes incómodamente en el avión. Y despertar y aterrizar es como si vinieras de un sueño.
El avión es, para mí, el invento más maravilloso y alucinante de nuestra época. La internet, la computadora, el celular y las redes sociales te ponen en contacto con gente en otros sitios. Pero solo el avión te lleva a otros mundos en un brinco.
No deja de asombrarme que esas toneladas de metal se levanten como una hoja de papel y que seis, ocho, diez horas después estés clavado en otras culturas, otros mares, otras urbes. A todos nos ha pasado: te bajas del avión y te preguntas ¿qué hago aquí?
El vuelo rompe nuestro sentido del espacio. En términos humanos no es normal recorrer casi medio planeta en medio día. El jet supersónico hizo posible lo que en otras épocas habría tomado meses en barco, tren o a caballo.
Pero a veces nuestro cuerpo llega y el alma se queda atrás. No soy religioso, así que llamo alma a esa parte intangible de todo ser humano que no podemos tocar ni medir.
Me explico. Hay veces en que viajo a México, Washington o Nueva York pero mi alma se queda en Miami, donde está mi casa, mi trabajo, mis problemas y los míos. La literatura explica esto mejor que el periodismo.
La protagonista de la novela de Isabel Allende, “El cuaderno de Maya”, dice: “…los viajes en jet no son convenientes porque el alma viaja más despacio que el cuerpo, se queda rezagada y a veces se pierde por el camino; esa es la causa por la cual los pilotos nunca están totalmente presentes: están esperando el alma, que anda en las nubes.”
Es cierto. En un viaje a Florencia, mi alma se quedó atorada en una noche fría pero suave en Venecia, y cuando por fin estábamos a punto de empatarnos, me tuve que subir a otro avión. Hay veces en que el alma nunca te alcanza.
Solo las turbulencias rompen la magia de volar y me hacen sentirme más mortal y vulnerable que nunca. Odio esa sensación de estar dentro de una oscura licuadora aérea. Cuando hay turbulencia, tengo que buscar una ventana para saber que no nos vamos a estrellar. Pero tan pronto pasa el zangoloteo, regresa la fascinación del vuelo a lo desconocido.
Volar siempre cuesta. Nos desgasta.
Una vez, en un viaje de trabajo, hice el recorrido Miami-Washington-Los Ángeles-Miami en tres días y eso explica el golpe que me di contra la pared una noche al tratar de ir al baño y el esfuerzo matutino por recordar en qué ciudad amanecía. Ante tanta turbulencia, mi alma rebelde no quiso acompañarme y se quedó acurrucada en mi cuarto de Miami. Seguramente por eso extrañaba tanto regresar.
Desde luego, es imposible probar esto científicamente. Tan solo es posible comparar notas con otros viajeros de profesión para concluir que no siempre viajamos con el alma en la maleta. El jet lag debe ser, entonces, un truco del cuerpo pidiendo cama y sueño para darle tiempo al alma a llegar. El jet lag, en el fondo, es un grito de auxilio. Es el alma advirtiendo: no he llegado, espérame un ratito más.
Cuerpo y alma tienen un serio asunto de celos; uno sin el otro es insoportable. El problema, particularmente en los viajes a lugares lejanos, digamos a Asia o África, es que cuando el alma por fin llega, ya estamos a punto de regresar.
Una vez recorrí 24,417 millas para ir a Bangkok, Bali y Singapur en un extraordinario viaje de una semana. Valió la pena el constante jet lag, las confusiones de horas, las búsquedas en el mapa – ¿de verdad estoy aquí? – y las despertadas a medianoche preguntando ¿qué hora es? Pero, la verdad, un viaje así dándole la vuelta al planeta requería al menos dos o tres semanas libres que no tengo. Mi cuerpo y alma quedaron totalmente mareados y sospecho que alguna parte de mí aún no ha regresado.
Otras veces, como en un viaje relámpago a San Francisco y San Diego, hubiera preferido quedarme en casa para no sentirme nostálgico y desalmado. Las señales de la ausencia del alma son inequívocas: leve dolor de cabeza, boca seca y un hueco en el pecho.
Esto es lo que estoy pensando (para matar el tiempo) en el asiento 5F de un turbulento vuelo que se alarga como chicle y que, aparentemente, no tiene la menor intención de llegar.

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